“Sepa quien se detiene maravillado, trémulo
de ternura y de gratitud,
ante cualquier lugar de la obra de esos
felices, que yo también me detuve ahí,
yo el abominable”.
Jorge Luis Borges, “Deutsches Requiem”
Tomaba a sorbos su café y en la mano derecha
la candela de su cigarro resistía ser consumida. Inhalaba. Exhalaba y pequeñas
bocanadas se distanciaban lentamente de sus labios. Observaba la blanca pintura
carcomida de las puertas de la despensa y los tiradores enmohecidos, escuchaba
el tintineo de las gotas que golpeaban la ventana detrás de la pila de fregar.
Era una mañana distinta. El cielo lamentaba su existencia. Su mirada regresó al
café y tomó un sorbo más.
Abandonada la taza sobre la mesa, Ľubomír Harman abrió la puerta del
apartamento mientras apagaba el cigarro con el taco de su bota. Abrió el
armario de donde extrajo su chaqueta favorita y cruzó el umbral del apartamento.
Rozaba con la yema de los dedos las paredes del largo y mustio pasillo. Alcanzó
las escaleras y descendió hasta ser expulsado a la calle como espectro de otros
tiempos.
Aún el sol no iluminaba toda la ciudad y ya
eran muchos los habitantes del suburbio de Devínska Nová Ves que transitaban
rumbo al centro de Bratislava. Andaba por la Štefania Králika rumbo a la
Eisnerova. Frente a los restaurantes las estibas de periódicos se empapaban
esperando por la apertura del negocio. Anduvo un tiempo distraído con los
locales abandonados que vestían capas de aerosol negro, azul, blanco y
escarlata. En la segunda planta de un enorme edificio notó las ventanas cubiertas
y los balcones despoblados. El sol reflejado en los cristales le cegó
temporalmente la vista. Cerró bruscamente sus ojos y llevó las manos hasta su
cara. Respiró profundamente por varios segundos. Abrió los ojos. Enfocó y
reinició su recorrido. Un perro con su amo pasó a su lado. Ambos lo miraron.
A L'ubomír le pareció que la ciudad se
parecía a la de otros momentos, que sus calles llevaban otros nombres y las
transitaban otras personas. La manera en que las miradas de los transeúntes se entrecruzaban en todas las
direcciones. Cómo los cuerpos y las caras se catalogaban en extensas filas
mentales. Entre atisbos se articulaba una lista cualquiera de nombres, de
figuras anónimas extraviadas en el mutismo de la historia: Pavol, Martina,
Franz, Irina, Iván, Stefan, Jirina, Milan, Vincent, Gejza, Matus, Dasun, Ján,
Václav, Oleg, Petr, Jiri,
Miroslav, Zdenek, Michal. En el cemento de la acera aún quedaban trazos, tal
vez imaginados, de las huellas impresas sobre la roja lluvia: las que se
perdían en una sola dirección rumbo al río Morava. Rezagos, quizás, de décadas anteriores o espejismos de la duda, de la
inquieta y juguetona imposibilidad de saber. Tonterías, sentenció.
La lluvia seguía su curso sobre sus hombros
y la ciudad. Las paradas de los autobuses, como ya se acostumbraba, se
mantenían habitadas por una muchedumbre. El flujo vehicular era pesado. Para
sus oídos, entre el runrún de un autobús y otro auto, el imperio del silencio.
Su respiración se enredaba con el rugido de los vehículos mientras la sirena de
una ambulancia acariciaba sus oídos. Normalidad.
La cacofonía de las botas aumentaba por la
humedad del suelo. Por más fuerza que tuviera su pisada, el agua resistía la
estampida de la goma. L'ubomír dejó que en los labios le colgara un
cigarro en lo que producía un encendedor. Lo encontró en uno de los bolsillos
delanteros. Combatió con el viento para poder darle candela hasta que logró su
cometido. Inhaló intensamente. Dejó que el humo transitara lentamente por su
paladar y que amenazara con descender por la garganta hasta abrazarse con los
pulmones para entonces exhalarlo por la nariz. El humo, ahora extraño para el cuerpo
que lo produjo, buscaba febrilmente una víctima a quien embelezar con su olor,
pero terminaba siempre regresando, por la velocidad de la marcha, a la tosca y
grisácea barba de Borek.
Un fuerte viento lo llevó a depositar las
manos en los bolsillos de la chaqueta. Actuó de forma espontánea. Realmente no
tenía frío, pero por el costado de su frente bajó una gota de sudor. Con el
pañuelo que le regaló Jozef, su padre, se secó la frente. Aquella vez, el día
de su cumpleaños, él le dijo: la pulcritud y el orden son signo de virtud
patriótica e integridad espiritual. Aunque la brisa llevaba consigo una
temperatura agradable, otra gota de sudor volvió a bajar por su frente. Una
brisa impetuosa sacudió sus pasos. En él aumentaba el calor. Inhalaba un poco
más del cigarro. Jugaba con apresar, tras la reja de su tráquea, el humo en el
pecho. Pero la nariz frustró sus intenciones y liberó aquella blancuzca masa
amorfa. Una bolsa de basura detuvo abruptamente su curso. Turbado y molesto, la
pateó. Ya era tiempo de regresar al apartamento.
Cuando giró, un hombre en sus cuarentas
detuvo su nuevo rumbo y le estrechó la mano con fuerza. Borek, ¿cómo estás?
Hace mucho tiempo que no nos vemos. L’ubomír fingió reconocer al extraño hombre
en lo que le daba tiempo a su memoria para localizarlo. Habían pasado muchos
años sin que lo llamaran por su apodo. Bien. Hace tiempo, sí, respondió de
forma puntual. Nos haces falta en el club, eres un buen tiro y en las
competencias nos las vemos difíciles. ¿Cuándo regresas? Honestamente, no sé,
puede que hoy. ¡Qué bien! Le diré a los muchachos entonces que, finalmente, los
húngaros no nos podrán ganar en la próxima competencia. Nos vemos en la tarde.
Aunque su cara le parecía familiar, no podía
recordar su nombre. Continuaba la marcha, mientras su rostro mostraba signos de
duda, quizás, inclusive, hasta de incomprensión. Mas, para L’ubomír, la contingencia de la memoria era una patraña
y por eso abandonó el esfuerzo por recordar. Qué importa saber, concluyó. Volvió
a ver a quienes esperaban en la parada del autobús. Cinco mujeres con sus
tradicionales paños y cuatro hombres. Colocó el pañuelo que le regaló papa
Jozef sobre su nariz. Otra gota golpeó su ceja.
Llegó a su edificio, con cada planta que
trepaba el frío aumentaba y le quemaba los huesos. Una tenue luz iluminaba
el pasillo y tras cruzar varias puertas finalmente llegó a su piso. Extrajo una
mano de los vaqueros y giró la perilla, atravesó el umbral y retiró el pañuelo
de su nariz. Respiró profundamente. El hedor continuaba.
Las paredes retumbaban con el sonido de la música de sus vecinos. El taconeo de los zapatos con el crujir de la madera se internaban en su cabeza que, cual máquina de escribir, se aproximaba al límite. Pronto sonaría la campanilla, el tín del borde. Algo así como la campana de la estación del tren durante aquella primavera aplacada por el invierno de la normalización y del husakismo. La dureza del espíritu era, entonces, una virtud. Las bolsas colgadas sobre los hombros, la vida entre umbrales. Contra la nación nada, con el partido todo. La asimetría del poder y la crueldad de la biología.
Una gota de sudor golpeó su zapato. El sonido animó su cuerpo que ardía con llamas de hielo. A la música se le sumaban gritos. La gente abría y cerraba puertas mientras la tenue luz le impedía ver el interior de su apartamento. Sombras. Despojó sus ventanas de las telas negras que las vestían. La madera carcomida cambiaba formas, de pronto le miraban. Volteó la cabeza. Nada. A su derredor sólo había libros: las novelas de Milo Urban y Ján Hrušovský, la antología poética de Karl Wieder y los poemarios de Pavol Sarovský e Iván Krasko. Ojeaba sus tapas sin poder encontrar lo que buscaba. Una respuesta, una salida o una pregunta. Algo generaba un gran temor en él. Lo agitaba. Estaba desesperado; no sabía qué era lo que se clavaba en su piel y la calentaba.
Un nuevo ruido habitaba la alcoba. Abrió violentamente la puerta. Nada. Solo ruido. Miró a sus espaldas e identificó el zumbido de su refrigerador; ese zunzuneo monótono que se taladra en la mente. Corrió hasta desconectarlo, pero el escándalo aumentaba. El tacatán sobre las maderas, el tintineo en la ventana, la gritería de la calle y en el edificio y el runruneo de los autos conformaban una sinfonía atonal. Así se agitaba la fuga, el encadenamiento armónico. Las miradas imprevistas e indistinguibles de las puertas de la despensa se clavaban sobre su cuerpo. El viento silbaba el tiempo de la salida, el inicio de la carnicería. Extrajo del armario su vzor 58 y la colgó del cuello. En un bolso de cuero que colgó de su hombro insertó varios peines. Las pupilas dilatadas se enfocaban en la puerta del pasillo. Colocó dos pistolas en la cintura de sus jeans y ajustó sus orejeras.
Giró la perilla de su puerta con determinación y se dirigió al piso de sus vecinos. Las paredes seguían temblando. De un golpe abrió la puerta de entrada del apartamento. Apretó el gatillo. Una vorágine consumió a aquel apartamento. Las balas perforaban todo: las paredes, las sillas, el sofá y el suelo. Los cuerpos de la familia Havel caían desorganizadamente sobre el suelo, el sofá y la mesa del comedor. Soltó el gatillo y tocó sutilmente el barril de la ametralladora para asegurarse que no se calentara demasiado. Golpeó, con la culata del arma, múltiples veces la radio hasta que la música cesó. Una de las jóvenes, Martina, emitió un grito desgarrador. Borek removió sus orejeras, se sentó a su lado y la miró detenidamente. Observaba cómo la sangre se desbordaba por las heridas de la barriga y del brazo izquierdo. A derredor suyo otras respiraciones se agitaban, pero sus sonidos eran más sutiles que los de Martina. A ellos la vida se les escapaba a paso acelerado. Martina comenzó a llorar y entre gemidos balbuceaba un llamado de ayuda. Cuando viró la cabeza pudo ver a su asesino que con gesto tranquilo le devolvía la mirada. Súbitamente, Martina calló. Solo se atisbaban. Así transcurrieron varios minutos: entre vistas y en silencio.
La sangre hizo que empeorara la hediondez, los cadáveres emanaban una pestilencia impresionante. El frío carcomía las heridas. Un sonido afuera del piso hizo que él se desentendiera de Martina. Se paró y caminó hacia la entrada. Asomó parcialmente la cabeza; pudo ver que el pasillo estaba vacío pero a la distancia, en el área donde se encontraban las escaleras, sonaban unos pesados pasos. A su espalda, Martina se percató que sobre el sofá, al lado de su madre, estaba el teléfono móvil. Comenzó a arrastrarse con cuidado, intentando no hacer ni un solo ruido. Las demás respiraciones se habían detenido. La sangre no cesaba de abandonar sus venas para cubrir de un nuevo color el suelo. Después de moverse cerca de un metro, un camino enrojecido yacía a sus pies. Logró llegar hasta donde su madre y cerró los ojos. Respiró profundamente. Estiró el brazo en búsqueda del teléfono. Su mano registraba desesperadamente el cojín hasta que por fin dio con él.
En la puerta, L’ubomír seguía examinando el movimiento en las escaleras. No sabía si se acercaba o se alejaba. Tampoco podía determinar si era una sola persona o varias. ¿Tan rápido llegó la policía?, murmuró. Se demorarían un rato más; todavía no se escuchaban las sirenas. Un anciano con bastón emergió fantasmagóricamente en las escaleras. Pisaba con fuerza el suelo y se movía de forma irregular, a pasos sincopados. Tan pronto el viejo pisó el primer escalón rumbo a la próxima planta, Borek dio media vuelta hacia el interior del apartamento. Martina se heló al ver que él se viró súbitamente y el teléfono se le cayó de la mano. Decidió fingir la muerte. Un sonido fugaz llegaba a su oído: Policía, buenos días.
L’ubomír volvió a ponerse las orejeras. Se acercó a cada uno de los cinco cuerpos que yacían desperdigados en el cuarto y en sendas cabezas disparó una vez. Silencio. Parado al lado de la cabeza de Martina, clavó sus ojos en sus labios. Varias gotas escarlata los pintaban discontinuamente. Se arrodilló para poder apreciar mejor los labios, esos que nunca había podido tener de cerca. Con su mano izquierda removía lentamente una de las pistolas que tenía en la cintura y con la derecha acariciaba la frente de Martina. Suavemente, sus dedos penetraban el pelo carmesí. Observaba con detenimiento la manera en que sus dedos desaparecían tras la densa cabellera. Regresó su mirada a los ojos cerrados de Martina, quien disimulaba su temor. Insertó el arma en la boca de ella y haló el gatillo. Diminutas gotas de sangre humedecieron la pistola y su mano. En su mahón limpió el revólver y lo depositó nuevamente en la cintura. Una vez de pie se dirigió hacia el pasillo donde al llegar a las escaleras descendió rumbo a la ciudad. Mientras pisaba cada escalón sustituía el peine gastado de la vzor 58 por uno nuevo. Guardaba en su bolso el cargador sustituido. Con la manga de su chaqueta limpiaba su frente. La fetidez lo perseguía.
Faltaban unos diez escalones cuando avistó a otro miembro de la familia Havel. Disparó las piernas. Una vez en el suelo, L’ubomír procedió a golpearlo múltiples veces con su arma. Su víctima luchaba contra la estampida de golpes. Sorpresivamente, Vinco logró sacárselo de encima, entre gemidos se paró y cojeó hacia la salida. En la entrada se encontró a uno de sus vecinos, Miroslav Fratrič, a quien agarró fuertemente por el brazo mientras exhalaba en dolor. De un sopetazo, Borek pateó la puerta del edificio, en un movimiento fluido retiró la pistola ensangrentada de su cintura, pegó el arma a la cabeza de Vinco y apretó el gatillo. La sangre salpicó su cara y el abrigo que traía puesto Miroslav. El eco del disparo navegó la transcurrida Pavla Horova. Una multitud de miradas extraviadas buscaba el origen del ruido mientras abrazaban el cemento a la espera de entender qué sucedía. Silencio.
Borek y el viejo intercambiaron miradas. Los ojos hinchados del primero procedieron a estudiar con detalle las pupilas dilatadas del segundo. El escrutinio de capilares brotados, párpados temblorosos y córneas brillantes se complementaba con la respiración temerosa. Una nueva gota de sudor descendía por la frente hacia su nariz hasta caer libremente sobre el suelo ensangrentado. Con la manga izquierda de su chaqueta se limpió la sangre. Agarrando al pobre Miroslav por su abrigo, lo empujó hacia un lado. No, viejos no, dijo en voz alta. Ametralladora en mano, poco a poco se pronunciaba la curvatura de sus labios.
Disfruté mucho el cuento, Iván. Saludos.
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