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Iván Chaar-López, "Erizando el mar" (2011). |
Me decido y abandono la casita.
Cierro la verja. Tranco la cadena con el candado. Me hecho a andar. Así me
inserto en la corriente con ganas de agua de mar, pero, a diferencia de los
demás, le devuelvo la mirada a los changos. Desde la altura, todos conservamos
la misma proporción.
No hay más que bajar la cuesta y
reaparecen las casas trancadas, despobladas, y los lotes vacíos tornados en
orgías desechadas. La maleza esconde varios umbrales que para accesar habría
que andar con machete encima. Al lado de lo que fue un restaurante, hogar de la
jartera y el diente afila'o, ahora entiendo a los changos, tablones de madera
marcan la frontera. Allí tampoco se puede entrar.
El tiempo se deja sentir en cada
espacio, en lo que lo con-forma. Las maderas carcomidas apenas se pueden
mantener en su lugar. Los clavos corroídos que las sujetan están a punto de
ceder. Las rejas enmohecidas tan siquiera se pueden mantener de pie, sólo las sostienen
el matorral. Allí donde el sueño de el turismo del bembé y el sol edificó sus
sueños, los estragos del colapso económico dejan su huella en cemento, madera y
bolsillos quebrados. La esperanza que una vez unió al viento y al mar con el
asfalto y la varilla es ahora sustituida por la desolación, el abandono o,
quizá, el olvido.
Llego a la playa y el viento me
azota cual regaño añejado. Me recuerda mi prolongada ausencia, mis paseos
infantiles alrededor de la Central de Ensenada con sus chimeneas enfilando humeantes
deseos y cenizas al cielo. La orilla quema la suela de mis pies y me transporto
al alargado camino que me condujo hasta aquí por primera vez.
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Luis F. Avilés, "Central Azucarera" (2010). |
El calor isleño cubría mi cuerpo
con sudor. El sol se asomaba, como desinteresado, entre nube y nube. Zumbía el
viento y golpeaba el auto que avanzaba con brutal fuerza por la vía.
Pastizales, maleza y ramas repletas de hojas intervenían en nuestro favor. Se
las jugaban contra el sol, pero la perseverancia astral no se detuvo en su afán
por llegar a su querencia y quemarla, por consumirla en un beso eterno.
Figurados como sujetos
iluminados, nos asombramos ante el fracaso de nuestras manos o ante la barbarie
de nuestro optimismo desmedido. Invertimos todas nuestras fuerzas en la
edificación de quimeras de concreto. Más que enamorados con las purezas formales
del modernismo, ¿será que vivimos fantaseando nuevos escombros? La central no
es más que otro hilo más del complejo tejido de olvidos y abandonos, de los
flujos poblacionales que llamaron hogar lo que ahora es broza. El hogar es, si
acaso, un escombro futuro, la estructuración de un fracaso dilatado.
Hay algo con este lugar, sobre
todo con Playa Santa y Ensenada, que te embelesa con su abandono, con su
espectro de otros tiempos. Veo este espacio y no hago más que pensar en la
queda(era): la era que se queda, lo que queda que era.[1]
No se puede ser más que escombro, un disturbio molecular que en la quietud
fingida de la mirada congela lo que le rodea y lo transforma en lo que ocupa
los vestigios de nuestra memoria. No somos más que vertedero de ensueños y
chatarras. La violencia del silencio, de lo in-articulado y lo no-visto. Algo me
atrae a este sitio, pero qué rayos es.
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