Mucho
se escribe en la prensa o en los muros de las redes sociales sobre “la memoria
histórica”. También se comenta de boca en boca cual mito fundador de mitos,
paradigma de patologías coloniales: “es que la gente no conoce su historia”.
Empero, ¿qué es la historia o qué es la memoria? ¿Quién posee la autoridad
(¿moral, ética?) suprema para dictar qué se recuerda y qué se olvida? ¿Quién
hizo al enunciante en portaestandarte de la pureza del récord histórico?
Interesantemente,
la crítica se arma como expresión de la pureza del “saber”, de quien realmente
conoce las complejidades del juego mediático. La voz autoritaria, digo,
autoral, delinea con seguridad y certeza los contornos del cuerpo público. Ésta
decide por el lector qué se debe y puede recordar, obviando en el proceso que
el recuerdo requiere del olvido. No es posible rememorar algo en su totalidad
ya que ésta es esquiva, fluida e inaprensible. Lo que está en juego es, entonces,
la función de vigilantes, de servir como cancerberos del olvido.
Cierta arrogancia
del “saber” está en su presunción de autoridad en decidir quién sabe y quién
no. Cuando se articula algo que incomoda a esos mismos que “saben”, se procede
al tratamiento del silencio o, peor aún, al ataque personal. El ejercicio aquí
es controlar el espacio de discusión pública a unas pocas personas autorizadas
a hablar. El germen del malestar que genera alguna idea procede a ser reprimido
y la idea se invisibiliza como si nunca hubiera sido planteada. De atenderse,
se procede a su caricaturización. Cualquier expresión de disenso se erradica
mediante el olvido, con su depósito en los escombros del pasado.
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